Valores

ALEGRÍAARMONÍABELLEZADIGNIDADESFUERZOFORTALEZAGENEROSIDADGRATITUDHUMILDADJUSTICIAUNIDADVERDAD

La palabra alegría suele asociarse con la felicidad, ese estado placentero que todo hombre anhela. Se puede decir que hay dos conceptos de alegría. El primero tiene que ver con una sensación de júbilo, de excitación, de contento. Queda en ámbito de la superficie, se trata de tener un rato agradable, divertido, sin importar la forma ni el modo al que se llegue a ese momento transitorio. Da igual si uno se aprovecha del alcohol, las drogas, otras personas como objetos que proporcionan placer, no importa nada más que el momento presente y el gozo que brinda… aunque el peaje que se pague por el rato divertido sea muy alto. Frente a esta primera idea de “alegría” que trae más llanto que risas, emerge otra idea de alegría que se acerca mucho más al verdadero ideal de felicidad que engrandece al ser humano. Es la alegría de espíritu, un sentimiento profundo y duradero que proviene de una lucha interior de años, construido con esfuerzo y sabiduría, un “festín perpetuo que tiene el corazón contento”

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«Alegría y amor son las alas de las grandes empresas.»
Johann Wolfgang von Goethe

La palabra alegría suele asociarse con la felicidad, ese estado placentero que todo hombre anhela. Se puede decir que hay dos conceptos de alegría. El primero tiene que ver con una sensación de júbilo, de excitación, de contento. Queda en el ámbito de la superficie, se trata de tener un rato agradable, divertido, sin importar la forma ni el modo al que se llegue a ese momento transitorio. Da igual si uno se aprovecha del alcohol, las drogas, otras personas como objetos que proporcionan placer, no importa nada más que el momento presente y el gozo que brinda… aunque el peaje que se pague por el rato divertido sea muy alto. No debe olvidarse que el Diccionario de la RAE indica como una de las acepciones de alegría a la “irresponsabilkidad, ligereza”; podríamos hablar de una alegría que proviene de la persona frívola, ligera e irresponsable, que confunde los términos y busca el placer de una manera equivocada.
Frente a esta primera idea de “alegría” que trae más llanto que risas, emerge otra idea de alegría que se acerca mucho más al verdadero ideal de felicidad que engrandece al ser humano. Es la alegría de espíritu, un sentimiento profundo y duradero que proviene de una lucha interior de años, construido con esfuerzo y sabiduría, un “festín perpetuo que tiene el corazón contento”.
Es evidente que estamos ante dos visiones totalmente contrapuestas de la alegría. La falsa alegría se consigue de forma inmediata, no requiere mayor esfuerzo personal, simplemente tener algo de dinero (o mucho depende del vicio), y muy pocos escrúpulos para no distinguir el bien del mal. En cambio, la verdadera alegría es fruto de un camino arduo en el que el individuo debe juzgar rectamente y mirar las cosas con verdad, no debe deprimirse con las adversidades, estar preparado para los grandes combates, y dispuesto a encontrarse con desprecios.
La verdadera alegría que nadie podrá arrebatarnos hace que dominen en nosotros los siguientes sentimientos:
1.- un sentimiento profundo de bienestar espiritual: ese agrado interior que se experimenta al conocer la verdad y al vivir en la verdad, en el deber, en el orden, en el cumplimiento de los deberes, en la generosidad con el prójimo hasta el agotamiento de las propias fuerzas.
2.- un sentimiento profundo de liberalidad y anchura de corazón, que permite entender los errores de los demás y no dejarse arrastrar por el rencor y la envidia, que permita disfrutar los logros ajenos como propios, que permita no cargar las tintas en los defectos ajenos.
3.- un sentimiento profundo de independencia gozosa respecto a todo: tan independiente de los hombres, sus opiniones, la preocupación por recibir elogios, por ahuyentar las críticas, por ser reconocido, aplaudido y querido por todos. Saber abstraerse del qué dirán, relativizar los honores o las manchas en nuestro honor y nuestro orgullo. Decía Kipling que debían mirase “al éxito y al fracaso como dos impostores”, sabio porque la marcha del hombre está marcada constantemente por luces y sombras.
4.- un sentimiento profundo de adecuada suficiencia, que no es altanería orgullosa y despreciativa, sino una cualidad de quien apaga todo deseo desordenado, mata toda envidia y no da entrada a ninguna amargura. Debemos aprender a bastarnos a nosotros mismos en cualquier circunstancia; saber ayunar y tener de sobra, tener en abundancia o andar escaso y a pesar de todo confortado siempre en cualquier lugar y situación.
5.- un sentimiento profundo de seguridad y confianza: el ser humano menesteroso por naturaleza, dependiente toda su vida de los demás, debe emerger en medio de las procelosas aguas de la vida, con una sensación de seguridad y confianza que le permita pensar en un futuro esperanzador. No cabe alegría si esperamos solamente desgracias, no cabe verdadera paz si estamos torturados por los peligros de la vida, por la tremenda provisionalidad de todo lo que somos y tenemos. Se necesita una seguridad interior que va más allá de las contingencias diarias, de las que nadie puede escapar.
La alegría profunda y verdadera no equivale a una situación idílica en la que la vida nos sonríe constantemente con manjares, honores y risas por doquier, no es un estado en el que el sufrimiento no existe y la tranquilidad nos rodea. La paz y la alegría profunda se pueden presentar en medio de las pruebas más atormentadoras para nuestra naturaleza; aun en medio de sufrimientos físicos y morales. Debemos desarrollar un instinto para aprovecharlo todo y servirnos de todo para progresar, estar preparados para una alegría heroica.
Parece ser que en esta tierra deberíamos estar siempre disfrutando y no en combate, siempre envueltos en honores y no con desprecios, siempre con descanso y no con trabajo, viviendo en comodidad y lujo; sin embargo, los frutos verdaderos se obtienen con la perseverancia en medio de los contratiempos y las muchas miserias de la vida. El reír en con el viento a favor está al alcance de cualquiera, mantener la paz y la alegría en tiempos difíciles es cuestión de hombres y mujeres cabales.
Una cuestión a tener en cuenta para vivir la alegría es la inocencia de vida. Parece ser que con los años se pierde la inocencia; y hay una inocencia que no debemos perder.
La inocencia de vida no supone una inconsciencia, ni tampoco una falta de previsión o cálculo en aquello que se necesita. La inocencia de vida es hacerse como niño en el sentido de esperar el bien, de no complicarse excesivamente con conjeturas sobre el futuro, sobre las intenciones ajenas, sobre los peligros a los que nos exponemos, en definitiva: vivir ligero de equipaje, como decía Machado en unos versos “Y cuando llegue el día del último viaje, y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, me encontraréis a bordo ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar.

ACTOS DE ALEGRÍA EN EL FÚTBOL

1.- La victoria, como recompensa del esfuerzo y el trabajo bien hecho.
2.- El entrenamiento en un clima festivo.
3.- La superación a través de un esfuerzo de años.
4.- El gozo del juego.
5.- La satisfacción de sentirme artista y acercarme a la belleza.
6.- La posibilidad de emular a los mejores.
7.- La satisfacción de mejorar mi cuerpo y mi salud física o psíquica.
8.- La alegría de compartir unos sueños, unas metas junto a otros.
9.- La alegría de poder ayudar a los demás, que mi participación es útil, que es valorada por los demás. Soy alguien, y alguien importante en el equipo.

La armonía se la puede definir como la “conveniente proporción y correspondencia de unas cosas con otras”. De este modo, la armonía no sopone una uniformidad de las cosas o de las personas; más bien lo contrario, exige la desigualdad. Es un error creer que la armonía surge con el igualitarismo, en el que todos piensan, sienten y se comportan de la misma manera. Esta situación es más bien antinatural y como todo lo antinautural tiene un corto vuelo. Con razón decía Horacio natura expelles furca, tamen usque recurret, es decir “aunque expulses a la naturaleza con una horca, volverá siempre de nuevo”.
La naturaleza está compuesta por cosas, sustancias y objetos muy diversos entre sí. Un atardecer en un acantilado puede ser hermoso y está compuesto por elementos muy variados. Cada cuerda de una lira emite un sonido distinto, y la adecuada combinación de los sonidos produce una composición genial.
La armonía es un elemento vital en cualquier organización social. Lo mismo para una familia, una empresa, una parroquia o cualquier colectivo, la armonía entre sus miembros resulta indispensable para la buena marcha del grupo. Del mismo modo, un equipo de fútbol está compuesto por personas y jugadores muy diversos que conjugan sus fuerzas en la búsqueda y en el servicio del bien común. 

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“La armonía total de este mundo está formada por una natural aglomeración de discordancias”
Séneca, Lucio Annen

La palabra armonía proviene del latín harmonĭa, y esta del griego. ἁρμονία, de ἁρμός que significa  ajustamiento, combinación. Una de las acepciones que ofrece el Diccionario de la RAE es la de “conveniente proporción y correspondencia de unas cosas con otras”. De este modo, la armonía no sopone una uniformidad de las cosas o de las personas; más bien lo contrario, exige la desigualdad. Es un error pensar que la armonía surge con el igualitarismo, en el que todos piensan, sienten y se comportan de la misma manera. Esta situación es más bien antinatural y como todo lo antinautural tiene un corto vuelo. Con razón decía Horacio “natura expelles furca, tamen usque recurret”, es decir “aunque expulses a la naturaleza con una horca, volverá siempre de nuevo”.
La naturaleza está compuesta por cosas, sustancias y objetos muy diversos entre sí. Un atardecer en un acantilado puede ser hermoso y está compuesto por elementos muy variados. Cada cuerda de una lira emite un sonido distinto, y la adecuada combinación de los sonidos produce una composición genial.
La armonía es un elemento vital en cualquier organización social. Lo mismo para una familia, una empresa, una parroquia o cualquier colectivo, la armonía entre sus miembros resulta indispensable para la buena marcha del grupo. Del mismo modo, un equipo de fútbol está compuesto por personas y jugadores muy diversos que conjugan sus fuerzas en la búsqueda y en el servicio del bien común.
La armonía se consigue una vez que se ajustan adecuadamente elementos distintos. Ahora bien, no basta que sean cosas distintas para conseguir el fin buscado. Así, en una orquesta no es suficiente que algo produzca un sonido para incorporarlo inmediatamente como parte del grupo. Debe tener sentido esta aportación, debe utilizarse inteligentemente en función del resultado final. La armonía requiere cosas diversas pero no de cualquier manera, en cualquier circunstancia. La combinación sin ton ni son de elementos distintos se  aproxima más al caos que a la armonía.
Si la armonía que se pretende se refiere a un grupo de personas,  necesariamente, se deben combinar tres elementos: la inteligencia, la proporción y la amistad.
Como hemos mencionado que la armonía supone la correcta integración de cosas distintas, y como no hay nada más distinto entre sí que los seres humanos, la inteligencia para amalgamar diferentes caracteres, culturas, costumbres, hábitos buenos y malos, sentimientos, etc., es vital para cualquier proyecto humano que quiera tener éxito.
Séneca decía que  “la armonía total de este mundo está formada por una natural aglomeración de discordancias”. Las discordancias provienen de la propia individualidad del hombre que hace que no haya dos iguales en la historia de la humanidad.
En cualquier grupo humano, institución o reunión no todo vale. Se debe tener claro el objetivo y diseñar con talento, imaginación y sabiduría la participación de cada integrante. El fútbol es generoso en este sentido, aquí caben los flacos y los gordos, los altos y los bajos, los habilidosos y los fuertes, los imaginativos y los constantes; lo importante es que esa combinación multiforme sea armónica, esté trenzada con inteligencia, sirva para potenciar las virtudes individuales, disimular los defectos y potenciar al colectivo.
La inteligencia también implica tener la suficiente percepción para reconocer y fomentar la actuación de otros, permitirles un espacio en el cual desarrollar sus dones.
La proporción es la “disposición, conformidad o correspondencia debida de las partes de una cosa con el todo o entre cosas relacionadas entre sí”. No todo lo que es bueno o tiene algún valor sirve para todos las cosas o es válido en cualquier circunstancia. El agua es indispensable para el cuerpo, pero no es la misma cantidad la que necesita una persona en el polo norte que otra en el ecuador.
Es bueno para un ejército tener grandes generales y grandes soldados, pero su número debe ser proporcionado. Una exquisita comida necesita las proporciones adecuadas. Un grupo requiere gente diversa, proporcionada en cuanto al número, caracteres, aptitudes y actitudes.
Finalmente, la amistad es un término que, al igual que el amor, de tanto usarlo para cualquier cosa, termina perdiendo su significado original. Se habla tanto y de forma tan frívola de la amistad que, como corolario, se pierde la trascendencia del término.
Así, no es necesaria la amistad para trabajar en una empresa, ni para dedicarse a la enseñanza, a la justicia, y por supuesto, a la actividad deportiva. En este sentido, se dice que no es importante que los jugadores sean amigos, basta el respeto. Debemos oponernos a esto por una sencilla razón: no es verdad.
No es ocioso recordar que el Diccionario proporciona otra definición de armonía como “la amistad y buena correspondencia”. No puede existir ningún grupo en el que la amistad y la buena correspondencia no sea un elemento vital del mismo. En los últimos tiempos vemos por doquier que las familias se disuelven rápidamente. Allí dónde tendría que haber buena correspondencia no existe paciencia y al mínimo roce terminan desintegrándose millones de hogares. En los equipos de fútbol sucede lo mismo. Es bastante frecuente que compañeros de equipo terminen golpeándose por casi cualquier cosa. Cada uno va a lo suyo. El virus del individualismo exagerado de nuestra sociedad arrasa con la amistad y, en muchos casos, hasta con las más elementales reglas de educación.
Es triste observar cómo equipos sobrados de calidad futbolísticas se arrastran por el campo en medio de peleas internas, celos, envidias, egoísmos y otros males. La buena correspondencia se pierde, al armonía se deshilacha, el hastío gana la batalla y queda la terrible sensación de vacío y estupor de no saber cómo vino el éxito y tan rápido se marchitó.

Una porción importante de la educación de la juventud debe orientarse a desarrollar en ella la capacidad de percibir la belleza existente en las personas y los objetos que le rodean. Es verdad que en muchas ocasiones se habla de belleza cuando en realidad estamos ante auténticas estafas de lo que es bello en sí mismo. El paladar y la sensibilidad de la verdadera belleza se encuentra pervertido en demasiadas ocasiones.
El camino para afinar el gusto es la cercanía, el contacto directo con la auténtica belleza que se encuentra en muchas personas, actividades, cosas, realidades tan diversas que enriquecen al ser humano.
Para poder adquirir la capacidad de percibir la belleza se requiere un aprendizaje que puede ser lento pero que, como la gota de agua que cae constante orada la piedra, la persona que se deja subyugar por la belleza enternece el corazón y despierta el entendimiento. Como bien decía Confucio, “cada cosa tiene su belleza, pero no todos pueden verla”. Esa “visión” debe trabajarse, y cuánto antes mejor.

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» Haciendo el bien nutrimos la planta divina de la humanidad;
Formando la belleza, esparcimos las semillas de lo divino”
Friedrich Von Schiller

Una porción importante de la educación de la juventud debe orientarse a desarrollar en ella la capacidad de percibir la belleza existente en las personas y los objetos que le rodean. Es verdad que en muchas ocasiones se habla de belleza cuando en realidad estamos ante auténticas estafas de lo que es bello en sí mismo. El paladar y la sensibilidad de la verdadera belleza se encuentra pervertido en demasiadas ocasiones.
El camino para afinar el gusto es la cercanía, el contacto directo con la auténtica belleza que se encuentra en muchas personas, actividades, cosas, realidades tan diversas que enriquecen al ser humano.
Para poder adquirir la capacidad de percibir la belleza se requiere un aprendizaje que puede ser lento pero que, como la gota de agua que cae constante orada la piedra, la persona que se deja subyugar por la belleza enternece el corazón y despierta el entendimiento. Como bien decía Confucio, “cada cosa tiene su belleza, pero no todos pueden verla”. Esa “visión” debe trabajarse, y cuánto antes mejor.

A veces, se contrapone lo útil a lo bello. Parece que no importa la estética, solamente lo práctico, lo útil debe ser tenido en cuenta. Lo bello es accesorio y, en ocasiones molesta más de lo que agrada. Si llevamos el debate al plano deportivo, aunque parezca un debate prosaico, poco profundo porque parece que en definitiva sólo importa el resultado (es decir lo útil),  nos encontramos que, bien mirada la cuestión, no estamos ante un hecho banal sino fundamental.
En efecto, ya en el siglo IV, San Agustín escribió un pequeño opúsculo en el que decía que la belleza va más allá de lo útil. No debe desconocerse el valor de lo útil, de lo necesario para la subsistencia del hombre, para conseguir lo adecuado a nuestra vida comunitaria. Pero el ser humano se distingue de los animales porque se muestra interesado también en su satisfacción “espiritual”, se apasiona por cosas no necesarias para su supervivencia; así es capaz de escalar montañas o cruzar océanos por mera satisfacción interior.
El hombre contempla embelesado un cuadro, una melodía armoniosa le descarga de todas las tensiones que acumula en la vida diaria, recita un poema y se emociona hasta las lágrimas, en todos estos casos se pueden vivir sensaciones distintas, más profundas y gratificantes que cuando solamente queremos ser útiles, prácticos y aprovechar las cosas materiales.
Nos podemos preguntar si en el fútbol tiene cabida la belleza, si sólo vale la fría estadística en esta época en la que prevalecen los números sobre la poesía, el dinero sobre el espíritu, el ego exacerbado sobre el bien común, y la apariencia sobre la sencillez de espíritu.
La respuesta es rotunda aunque vaya contracorriente: la belleza está marcada a fuego en el corazón humano. Toda persona anhela la belleza, está ínsita en su ser, no puede desprenderse de ella ni aunque quiera. Como el ser humano ama la belleza de forma natural, se trata de educar la sensibilidad para que se reconozca y valore la misma.
Toda obra de arte, en la medida que es verdadera, es decir, fuente de belleza, trasciende al creador y logra conmover al público que ha sido educado para comprender el valor de lo bello. Por este motivo, personas de características muy diversas pueden sentir emociones importantes ante una obra o un espectáculo bello. Estas sensaciones no deben limitarse a determinados productos o artefactos. El corazón humano no se deja encorsetar. Es susceptible a cualquier manifestación artística sin importar clasificaciones doctas o subastas millonarias.
La belleza, al tener una relación próxima con la unidad, suele ser unida a la armonía de las proporciones. Esta  unidad no es igual en las diversas bellas artes, es distinta la unidad de una melodía, un poema, una escultura, una foto o un partido de fútbol.
Aunque suene un poco extraño hablar de arte o creación artística en un espectáculo deportivo como el fútbol, si nos detenemos a meditar un poco en la esencia de la belleza, del arte y del juego del balompié, sólo podemos llegar a una conclusión: el fútbol es arte… ¡y de primer nivel!. Sólo así se explica el tremendo auge que tiene en todo el mundo.
El fútbol, como todo arte, requiere una técnica específica que dominar. Aunque parezca sencillo, jugar bien al fútbol requiere muchos años de una práctica intensiva que no está al alcance de cualquiera. Un gran pianista, un excelso pintor o un bailarán clásico no se hace de un día para el otro. Es imprescindible pasar muchas horas de práctica, entrenamientos sacrificados y talento natural para conseguir resultados convincentes. Si una persona sin preparación quisiera bailar el “Lago de los cisnes” haría el ridículo. Del mismo modo, si alguien que no ha jugado nunca al fútbol intentará llevar el balón pegado al pie treinta metros lo más probable es que cayese de bruces al suelo. En ambos casos, solamente el dominio de la técnica permitiría un resultado positivo.
Se necesita mucha técnica para golpear el balón con efecto, para dirigirlo con la velocidad adecuada para que lo pueda controlar un compañero. Cualquiera puede darle un puntapié sin sentido a la pelota, pero esto no es ser jugador de fútbol, ni artista del balón; cualquiera puede aporrear un piano, pero eso no significa que sea pianista, primero habrá que dominar la técnica y dejarse llevar por la melodía, y solamente los maestros pueden aportar una sensibilidad especial a las meras notas. Lo mismo un gran jugador en un campo repleto de espectadores o cualquier niño en un paraje perdido cerca de selva o entre los montes, se puede crear una obra propia en la que el artista y el artefacto se “funden” en una realidad que le supera y que es apreciada por el espectador sensible como algo bello.
Es verdad que algunas obras de arte son “artefactos o productos” que permanecen casi invariables durante siglos. Es verdad que la obra de un delantero que regatea a cinco contrarios y convierte en la portería vacía tiene distinto alcance. Pero tal vez esa obra efímera en cuanto al tiempo en el que se desarrolla permanezca durante siglos en la mente y el corazón de millones de personas. Si la Novena Sinfonía de Beethoven ha sido capaz de emocionar a millones de personas a través de la Historia, el gol de Maradona a Inglaterra en el Mundial de México 86 sigue siendo un momento bello a pesar de haberlo visto decenas de veces. Lo propio de de una obra de arte es que es algo único, es algo que le pertenece al artista, que es fruto de su inspiración, su esfuerzo o su ingenio. Esto se presenta en cada niño que se enfrenta con un balón, es una experiencia propia y única que alegra el corazón.
El fútbol es una lucha entre el bien y el mal, el acierto y el error, lo defectuoso que aclara la verdad, que es medida de rectitud, y todo en noventa minutos. En el fútbol se combinan la belleza de las cosas naturales ( la perfección de los movimientos del cuerpo en cuanto a velocidad, salto, flexibilidad, etc), unida a cosas artificiales (como el balón, las porterías, las gradas, etc), la participación de  un arbitro que imparte justicia y  un público apasionado. Todo este cóctel de ingredientes tiene como resultado final un espectáculo que incuestionablemente se puede definir como obra de arte.


Debe advertirse que el hombre no es sólo un grupo de materia más o menos bien dispuesto, más o menos agradable, o inteligente, o gracioso o las cualidades que adornen a cada uno. El hombre posee una dignidad que proviene del simple echo de ser. Pero no un ser cualquiera como una piedra, una planta o un pez. La dignidad del hombre le da una categoría especial, merece un respeto de cada uno de los hombres y de las instituciones. Respeto que debe ser materializado no sólo con palabras sino con hechos, más con hechos que con palabras.
El respeto de la persona humana implica el de los derechos que se derivan de su dignidad de criatura. Estos derechos son anteriores a la sociedad y se imponen a ella. Fundan la legitimidad moral de toda autoridad: menospreciándolos o negándose a reconocerlos en su legislación positiva, una sociedad mina su propia legitimidad moral. Sin este respeto, una autoridad sólo puede apoyarse en la fuerza o en la violencia para obtener la obediencia de sus súbditos, empleados o integrantes de cualquier grupo social. Corresponde a cualquier persona sensata recordar estos derechos a los hombres de buena voluntad y distinguirlos de reivindicaciones abusivas o falsas
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La primera acepción del Diccionario de la RAE de dignidad es la cualidad de digno, y digno es “merecedor de algo”, o también “Correspondiente, proporcionado al mérito y condición de alguien o algo”. Si llevamos  estos conceptos a la naturaleza humana, podemos preguntarnos ¿qué es lo que le corresponde al hombre, proporcionado a su mérito o condición? ¿merece algún respeto especial? ¿es sólo un animal? ¿es sólo materia? De acuerdo a las respuestas que ofrezcamos, así serán los derechos que atribuyamos a las personas y el trato que les dispensamos.
Debe advertirse que el hombre no es sólo un grupo de materia más o menos bien dispuesto, más o menos agradable, o inteligente, o gracioso o las cualidades que adornen a cada uno. El hombre posee una dignidad que proviene del simple echo de ser. Pero no un ser cualquiera como una piedra, una planta o un pez. La dignidad del hombre le da una categoría especial, merece un respeto de cada uno de los hombres y de las instituciones. Respeto que debe ser materializado no sólo con palabras sino con hechos, más con hechos que con palabras.
El respeto de la persona humana implica el de los derechos que se derivan de su dignidad de criatura. Estos derechos son anteriores a la sociedad y se imponen a ella. Fundan la legitimidad moral de toda autoridad: menospreciándolos o negándose a reconocerlos en su legislación positiva, una sociedad mina su propia legitimidad moral. Sin este respeto, una autoridad sólo puede apoyarse en la fuerza o en la violencia para obtener la obediencia de sus súbditos, empleados o integrantes de cualquier grupo social. Corresponde a cualquier persona sensata recordar estos derechos a los hombres de buena voluntad y distinguirlos de reivindicaciones abusivas o falsas
La dignidad de un hombre se protegerá a través de múltiples medidas, individuales y sociales y supondrá en particular el reconocimiento de los siguientes derechos:
1. de la libertad individual. El ser humano es un ser autónomo de sus padres y de la sociedad en la que nace. Tiene una individualidad propia, única e irrepetible. Podrá y deberá ser formado adecuadamente, pero respetando siempre un margen de autonomía que no puede ser pisoteado por otras personas ni instituciones.
Deberá respetarse esa libertad hasta en el error; habrá que educarlo, tratando de que ame la virtud y aborrezca los vicios (en esto consiste la educación), pero no se le puede imponer la verdad. Dentro de la integridad personal deben incluirse las opiniones, nadie tiene la patente de conocer todas las verdades, la humildad debe llevarnos a aceptar que también el que piensa distinto puede tener algún destello de verdad y, en todo caso, aunque persista en la equivocación, siempre habrá que darle la oportunidad de que pueda cambiar.

2. respeto a su integridad personal. Toda persona tiene derecho a que se le respete física y moralmente. Debe uno abstenerse de provocar cualquier tipo de daño físico o psicológico a los demás. No puedo golpear o molestar a mi adversario, a quién piensa distinto que yo o es un competidor. El respeto también  se manifiesta a través de los gestos, palabras o cualquier otra maniobra que atente contra los demás. También la crítica que hacemos hacia los otros debe ser mesurada y responder siempre a la verdad; es más, debemos estar siempre más propensos a defender la honra y el buen nombre de los demás que a mancillarlo.

Si bien los derechos anteriormente citados deben reconocerse a todas las personas, es necesario destacar que habrá de tenerse una preocupación y sensibilidad especial cuando se trate de personas más vulnerables. Así los niños, las personas de menos cultura o poder económico deben ser sujetos privilegiados en cuestión de dignidad; los colectivos más desfavorecidos deben ser los más protegidos.
Hay que superar y eliminar, como contraria a los derechos humanos, toda forma de discriminación en los derechos fundamentales de la persona, ya sea social o cultural, por motivos de sexo, raza, color, condición social, lengua o religión.
Al venir al mundo, el hombre no dispone de todo lo que es necesario para el desarrollo de su vida. Necesita de los demás. Ciertamente hay diferencias entre los hombres por lo que se refiere a la edad, a las capacidades físicas, a las aptitudes intelectuales o morales, a las circunstancias de que cada uno se pudo beneficiar, a la distribución de las riquezas. Los ‘talentos’ y circunstancias no están distribuidos por igual.
Estas diferencias son naturales y en muchas ocasiones alientan, y obligan a las personas a la magnanimidad, a la benevolencia y a la comunicación. Incitan a las culturas a enriquecerse unas a otras
Ante las desigualdades escandalosas. la igual dignidad de las personas exige que se llegue a una situación de vida más humana y más justa. El principio de solidaridad, expresado también con el nombre de ‘amistad’ o ‘caridad social’, es una exigencia directa de la fraternidad humana.
La virtud de la solidaridad va más allá de los bienes materiales. La educación de la persona en el más amplio sentido se torna un elemento imprescindible para la realización personal y colectiva.
En el campo deportivo, el reconocimiento de la dignidad humana supone una actuación acorde con la misma. En este sentido, el adversario nunca será un enemigo, es más, el adversario es un elemento indispensable de la actividad, del ocio, en definitiva, de mi bien ya que me permite practicar el deporte, sin adversario no hay actividad.
Pero el respeto de la dignidad humana va más allá de considerar al adversario como una “cosa necesaria”, implica también un reconocimiento de sus derechos y las reglas del juego. De este modo, ya no es lícito ganar de cualquier manera, infringiendo las normas o recurriendo a las trampas o pequeñas argucias que no deseamos para nosotros.
La dignidad de la persona nos obliga al máximo respeto con los árbitros y personas que participan en la organización de las competiciones. También ellos se pueden equivocar (lo mismo que nosotros) y tienen derecho a que se les respete y valore más allá de sus errores (como nosotros). La labor educativa del deporte nos llevará a incorporar este valor a otros ámbitos.
También la dignidad recae sobre los espectadores o cualquier persona que entra en contacto con el deportista. Desde el respeto se puede discrepar, desde la tolerancia se puede aceptar sin ningún inconveniente pareceres distintos, diferentes expectativas, gustos y deseos sin recurrir a la violencia y el insulto.
La dignidad humana reconocida en el prójimo marca los límites de mi actuación, lo que conlleva un dique de contención para mi comportamiento, que no puede dejarse llevar por sentimientos o sensaciones sino que debe estar marcado por la justicia y la bondad.

ACTOS DE DIGNIDAD EN EL FÚTBOL

1.- Reconocer el valor inmenso de toda vida humana como digna del mayor respeto.
2.- No golpear ni ofender a los adversarios.
3.- Respeto a los normas que regulan la competencia.
4.- No tomar drogas ni hacer actos que perjudiquen mi salud, mi integridad o la de los demás.
5.- Respetar la labor de los árbitros y cualquier persona encargada de la organización.
6.- Reconocer que mi compañero tiene tanto derecho como yo a jugar


Un significado de la palabra esfuerzo es el “empleo enérgico del vigor o actividad del ánimo para conseguir algo venciendo dificultades”. Nada es fácil en la vida. Y menos para el hombre. Entre otras cosas porque la plenitud humana tiene poco que ver con la facilidad. El emperador Marco Aurelio escribió que el arte de vivir se parece más a la lucha que a la danza, y esa verdad no pierde validez en tiempos de paz: porque nadie nacería sin la fortaleza de la mujer en el parto, nadie comería sin el esfuerzo del que trabaja la tierra o del que arriesga su vida en el mar.
El esfuerzo por sí mismo no tiene valor; es más, muchos esfuerzos pueden terminar en tragedia si van acompañados de un correcto discernimiento. Una guerra supone mucho esfuerzo. Preparar bombas, morteros, cañones y fusiles, aviones y fragatas, tecnología y material humano  supone un esfuerzo grande en el terreno económico y de energías. Si después tenemos como resultado la muerte y la destrucción no podemos considerar como positivo tanto esmero, dedicación y entrega. Tantos dramas humanos son productos finales de grandes desvelos y esfuerzos mal orientados.
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«Hay hombres que luchan un día y son buenos.
Hay otros que luchan un año y son mejores.
Hay quienes luchan muchos años y son muy buenos.
Pero hay los que luchan toda la vida. Esos son los imprescindibles».

Bertolt Brecht

Una acepción de la palabra esfuerzo es el “empleo enérgico del vigor o actividad del ánimo para conseguir algo venciendo dificultades”. Nada es fácil en la vida. Y menos para el hombre. Entre otras cosas porque la plenitud humana tiene poco que ver con la facilidad. El emperador Marco Aurelio escribió que el arte de vivir se parece más a la lucha que a la danza, y esa verdad no pierde validez en tiempos de paz: porque nadie nacería sin la fortaleza de la mujer en el parto, nadie comería sin el esfuerzo del que trabaja la tierra o del que arriesga su vida en el mar.
La necesidad de esforzarse no perdona a nadie. Tal vez la cara enfurruñada de un recién nacido pone de manifiesto su extrañeza por encontrarse de repente en el mundo. Ha sido expulsado de una burbuja confortable, del pequeño y cálido mar donde ha flotado nueve meses, y ahora tiene que hacerse cargo de un mundo duro y sin filtros protectores. Para manejarse en el mundo, ese ser hermosamente torpe necesitará el esfuerzo constante del aprendizaje: muchos meses para echar a andar, aprender a vestirse, atarse los zapatos y coger al vuelo una pelota. Por fortuna, sus imprecisos ensayos y tanteos quedarán grabados en su memoria muscular, y cada nuevo movimiento será corregido y afinado desde la última posición ganada. Diez años más tarde, esa patosa criatura podrá dominar varios idiomas y ganar -si es niña- una medalla olímpica en gimnasia deportiva.
Las destrezas juveniles son siempre resultado de repeticiones sumadas durante años, tanto en el deporte como en el dominio de un idioma o de un instrumento musical. La carrera del jugador de baloncesto, el salto, la finta, la suspensión, el giro, el cambio de balón de una mano a otra, el lanzamiento a canasta, son una larga frase muscular aprendida durante años. Es imposible que el jugador recuerde los ejercicios realizados en sus primeros entrenamientos, pero han quedado integrados en su conducta. Y cuando el futbolista dispara a gol, su bota es dirigida, más que por la pierna, por una compleja dotación de hábitos, es decir, de habilidades lentamente adquiridas. Si no fuera así, para encestar desde seis metros y para disparar perfectamente a gol bastaría simplemente con querer.
La repetición de un mismo acto cristaliza en un tipo de conducta estable y fácil que llamamos hábito. Gracias a los hábitos, el hombre no está condenado, como Sísifo, a empezar constantemente de cero. El hábito conserva la posición ganada con el sudor de los actos precedentes, y hace de la conducta humana una descansada tarea de mantenimiento. Experimentamos los hábitos como una conquista fantástica. Sin ellos, la vida sería imposible: gastaríamos nuestros días intentando hablar, leer, andar…, y moriríamos por agotamiento y aburrimiento.  Para valorar nuestro hábito de hablar castellano bastaría considerar el esfuerzo que nos supondría aprender ahora chino, y hablarlo con la misma fluidez.
Ningún profesional de la enseñanza desconoce la incidencia educativa de los hábitos. Al igual que una golondrina no hace verano, un acto aislado no constituye un modo de ser. Pero su repetición bien puede lograrlo. Por eso se ha dicho que quien siembra actos recoge hábitos, y quien siembra hábitos cosecha su propio carácter.
Otra acepción de esfuerzo es el “empleo de elementos costosos en la consecución de algún fin”. El esfuerzo conlleva sacrificio, el empleo de “elementos costosos” supone, la mayoría de las veces, a renunciar a nuestra comodidad, a nuestras apetencias que en muchas ocasiones se encuentran mal orientadas. Decía Corneille que “ganar sin riesgo es un triunfo sin gloria”. Pretendemos que todo nos salga bien sin riesgos, sin grandes complicaciones, sin implicarnos totalmente en la actividad, sin coste alguno.
El esfuerzo por sí mismo no tiene valor; es más, muchos esfuerzos pueden terminar en tragedia si van acompañados de un correcto discernimiento. Una guerra supone mucho esfuerzo. Preparar bombas, morteros, cañones y fusiles, aviones y fragatas, tecnología y material humano  supone un esfuerzo grande en el terreno económico y de energías. Si después tenemos como resultado la muerte y la destrucción no podemos considerar como positivo tanto esmero, dedicación y entrega. Tantos dramas humanos son productos finales de grandes desvelos y esfuerzos mal orientados.
En cambio, un esfuerzo bien dirigido por la inteligencia, proporciona una compensación que hace llevadero el camino. Un entrenamiento bien planificado y que tiene un objetivo claramente marcado hace que el deportista encuentre sentido al mismo y no sea una carga insoportable. Cuando se pierde esa motivación que justifica el esfuerzo se cae en la indolencia  y se abandona aún lo que ha sido el elemento fundamental de una vida durante décadas.
Un artista es capaz de encerrarse en su estudio durante meses o años hasta terminar su cuadro. Un científico puede investigar mucho tiempo hasta encontrar la vacuna que estaba buscando. Una madre puede luchar hasta la extenuación para lograr que su hijo abandone las drogas. No hay cansancio que valga cuando el objetivo merece la pena.
En el libro La conquista de la voluntad, el doctor Enrique Rojas, Catedrático de Psiquiatría en la Universidad Complutense, nos dice que educar es enriquecer a un ser humano, hacer más fácil su equilibrio y su felicidad, enseñarle a dar lo mejor de sí mismo. Pero esa tarea sólo se consigue con el esfuerzo de la voluntad, porque con dejadez, desidia y abandono solo surge lo peor de uno mismo.
La voluntad, que lo fue todo durante siglos, tiene ahora mala prensa por su incómoda relación con aspectos desagradables de la conducta humana: la disciplina, las normas, la rigidez, la tiranía. Nuestra época valora la libertad por encima de todo, pero una libertad sin voluntad es inoperante o errática, y ese divorcio es peligroso. Cualquier educador sabe que, si los hábitos positivos no arraigan pronto, la personalidad del niño y del joven queda a merced de la ley del gusto. Cuando Lázaro de Tormes se aficiona al vino, el astuto ciego a quien servía sospechó y vigiló el jarro en las comidas. Pero el deseo ya había ganado la batalla a la voluntad del chiquillo: «Yo, como estaba hecho al vino, moría por él».
Por una misteriosa y evidente incoherencia, ningún ser humano es como a él le gustaría ser. Veo lo mejor y lo apruebo –reconoce el poeta Ovidio-, pero sigo lo peor. No se trata de falta de libertad sino de falta de fuerzas. Quien fuma cuando no quiere fumar o no respeta el régimen de comida que había decidido guardar, sabe que se contradice libremente. Ese querer y no querer no tiene otro tratamiento que el esfuerzo por vencer en cada caso. Esa debilidad constitutiva hace necesaria una voluntad aplicada a los aspectos más cotidianos de nuestra vida, porque suelen ser los bienes primarios quienes ejercen una presión desmedida: la comida, la bebida, el sexo, la comodidad o la salud adquieren con frecuencia un protagonismo excesivo, igual que el dinero, el trabajo o la posición social.
La voluntad supera nuestra incoherencia interna porque es la correa de transmisión entre lo que pensamos y lo que hacemos, entre nuestras intenciones y nuestras obras. Es la fuerza que nos permite pasar del dicho al hecho, y con eso ya estaría dicho todo sobre su importancia. Con palabras de Enrique Rojas: «La voluntad es determinación, firmeza en los propósitos, solidez en los objetivos y ánimo frente a las dificultades».

La primera acepción que nos brinda el Diccionario de la RAE de la palabra fortaleza es «de fuerza o vigor». La teología cristiana considera a la fortaleza como una de las virtudes cardinales, como la capacidad de sacrificio para conquistar o defender el bien. Si bien en otros tiempos el término fortaleza gozaba de prestigio, en la actualidad se ha debilitado bastante su estima.

El sacrificio no es un elemento muy estimado, resulta mucho más atractivo el placer, el capricho, hacer lo que me plazca, no tener obligaciones etc. Se nos vende una sociedad idílica en la que la felicidad se asocia con la despreocupación, el hedonismo, la dispersión, la falta de compromiso y la superficialidad. La fortaleza predica todo lo contrario.

Ante esta perspectiva falsa de la vida en la que los éxitos provienen del progreso, la técnica y los bienes materiales, el sacrificio, el conocer el bien y tratar de asociarlo a nuestra vida resulta poco atractivo, no hay «gancho publicitario» ni interés en proclamarlo.

Sin embargo, la vida nos despierta con crudeza y cualquier ser humano se encuentra con el dolor, las dificultades, los planes bien construidos que se hacen añicos y nuestras limitaciones que se manifiestan en forma clamorosa y dolorosa casi todos los días.

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Nada es tan difícil que no pueda conseguir la fortaleza.

Julio César

La primera acepción que nos brinda el Diccionario de la RAE de la palabra fortaleza es «de fuerza o vigor». La teología cristiana considera a la fortaleza como una de las virtudes cardinales, como la capacidad de sacrificio para conquistar o defender el bien. Si bien en otros tiempos el término fortaleza gozaba de prestigio, en la actualidad se ha debilitado bastante su estima.

El sacrificio no es un elemento muy estimado, resulta mucho más atractivo el placer, el capricho, hacer lo que me plazca, no tener obligaciones etc. Se nos vende una sociedad idílica en la que la felicidad se asocia con la despreocupación, el hedonismo, la dispersión, la falta de compromiso y la superficialidad. La fortaleza predica todo lo contrario.

Ante esta perspectiva falsa de la vida en la que los éxitos provienen del progreso, la técnica y los bienes materiales, el sacrificio, el conocer el bien y tratar de asociarlo a nuestra vida resulta poco atractivo, no hay «gancho publicitario» ni interés en proclamarlo.

Sin embargo, la vida nos despierta con crudeza y cualquier ser humano se encuentra con el dolor, las dificultades, los planes bien construidos que se hacen añicos y nuestras limitaciones que se manifiestan en forma clamorosa y dolorosa casi todos los días.

Fortaleza se le llama también a un recinto fortificado, en el que unos muros protegen a sus moradores. En la Edad Media se construían fortalezas para soportar los ataques de los enemigos. En la actualidad, el hombre también debería construir fortalezas interiores que le protejan de los múltiples peligros que le acechan. Sin embargo, la tarea de fortalecerse interiormente está tremendamente devaluada. Todo lo que significa interioridad suena a extraño, a esotérico y, en definitiva, a algo superficial que no dice nada.

Pero este problema no es nuevo, hace ya más de medio siglo, Thibon destacaba: «¿Cual es el espectáculo que nos presentan los medios urbanos modernos?

Las excitaciones de todo orden se multiplican fantásticamente. Una tensión permanente es necesaria para circular por la calle; los carteles, los periódicos, la radio, el cine aportan constantemente al individuo ecos del mundo entero y vienen a irritar su ambición, su sexualidad, su gula, etc. El alma estallaría si tuviese que responder profundamente a todos estos reclamos. Instintivamente -para salvarse,para conservar un minimo de equilibrio en este torbellino endiablado de excitaciones- el alma nivela, automatiza sus reacciones. Muchos pedigüeños la hostigan (este cartel, ese teatro, más lejos esa mujer provocativa…); para responder a todos sin arruinarse, se dedica a la inflación, emite moneda falsa. Al cabo de algunos años en este régimen, ya no es capaz de un sentimiento profundo, de una idea personal. Toda su vida se extiende en la superficie: las pasiones y las opiniones circulan por ella indefinidamente, pero toda virtud de penetración se ha evaporado».

Resulta un poco duro admitir que la virtud de la penetración se ha evaporado, puede resultar frustrante, descorazonador, pero ¿es mejor engañarse?, ¿no pensar en ello?. Sartre, modelo de pensador seguido por muchos decía de su madre que «era una nena vacua». Podemos preguntarnos si nuestra sociedad es una sociedad vacua, sin sustancia y nosotros nos hemos acomodado al baile del momento.

El camino adecuado parece ser contrario, necesitamos una conversión profunda porque la conversión es precisamente darse cuenta que uno va en el sentido equivocado. Se precisa encontrar otra vez la buena senda. La que nos permita tener una fortaleza hacia los ataques externos e internos, la que nos permita no hundirnos en los momentos de dificultad que son consustanciales a nuestra vida terrenal, la que nos ayude ante el dolor, la angustia, la confusión y la tristeza que a todos nos aguarda a la vuelta de la esquina.

¿Cómo sobrellevar con buen ánimo las muchas miserias dela vida?¿Cómo no desfallecer ante nuestras tremendas limitaciones? No queda otro camino que construir una muralla interior que nos posibilite no caer en el desaliento en el momento de prueba.

La fortaleza requiere inteligencia y sacrificio. Si una ciudad amurallada que quería ser protegida presumía construirla en un lugar alto y de difícil acceso para el enemigo, una fortaleza interior supone también que la persona tenga unas raíces bien consolidadas y a buen resguardo de los múltiples peligros que cercan al hombre. Discernir lo que es bueno y lo que no, lo que enriquece o ennoblece y lo que no, lo bueno y lo malo de la vida es vital para adquirir la fortaleza necesaria.

El sacrificio significa asumir voluntariamente una molestia en aras de un bien superior. Una madre acepta intencionalmente levantarse de madrugada para alimentar a su bebe, sacrifica su sueño por el bienestar del hijo. Un hijo acompaña al hospital a su padre anciano dejando negocios o tareas variadas. Los ejemplos podrían ser infinitos. A través de la fortaleza vamos haciendo más fuerte al hombre interior, vamos dependiendo menos de nuestros gustos, nos hacemos más indiferentes al éxito o al fracaso, esos dos impostores que diría Kipling. La opinión de los demás nos afecta menos, las contrariedades de la vida no nos duelen tanto, los apegos se van apagando con los años.

La vida es una mezcla continua de situaciones variadas, la fortuna y la desgracia no duran para siempre, la fortaleza nos ayuda a mantener un equilibrio en medio de este batallar diario. Buena parte de la población mundial sufre diversos trastornos mentales, que los expertos vaticinan que aumentarán alarmantemente en las próximas décadas; no queda más remedio que volver a la fuente del hombre, aquellas que se encuentra en lo más profundo de su ser, para evitar aquella trágica semejanza de Thibón que decía «quitad las raíces a un árbol y será juguete de todos los vientos». Que los hombres bien enraizados no seamos juguetes de los huracanados vientos del sin sentido.

La generosidad supone una actitud ante la vida. Somos para darnos, nos realizamos junto a otros, el valor la generosidad se afianza en la comunidad. De esta forma, el otro deja de ser un competidor, una molestia para transformarse en un colaborador de mi bien. El alma generosa acoge a los otros seres humanos con alegría siendo a su vez medios de la propia realización.
La generosidad no tiene límites, depende de las circunstancias y es capaz de  ser creativa, de encontrar nuevas formas de actuar. En muchas ocasiones se presentan grandes obstáculos para hacer el bien. De manera sorprendente nos encontramos que los más bellos y nobles propósitos tienen muchas dificultades para llevarlos a cabo. La estulticia humana, la envidia, la ignorancia o simplemente la desgana de algunas personas son trabas importantes para muy grandes y generosos proyectos. En esas circunstancias, un alma verdaderamente generosa deberá sacar fuerzas extraordinarias para no rendirse, no claudicar ante los inconvenientes y ser suficientemente imaginativo para superar las dificultades. Hacer el bien no es gratuito.

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«De todas las variedades de virtud la generosidad es la más estimada»

Aristóteles

Generoso es un derivado del verbo latino genero (engendrar, crear, producir, causar, inventar). El latín generosus significa noble, magnánimo, generoso y también de ilustre prosapia o de buena raza. Precisamente, generoso es aquél que es capaz de engendrar, de crear puntos de encuentro con los demás, es la persona que está dispuesta a sacrificarse por otros.
La generosidad supone una actitud ante la vida. Somos para darnos, nos realizamos junto a otros, el valor la generosidad se afianza en la comunidad. De esta forma, el otro deja de ser un competidor, una molestia para transformarse en un colaborador de mi bien. El alma generosa acoge a los otros seres humanos con alegría siendo a su vez medios de la propia realización.
La generosidad no tiene límites, depende de las circunstancias y es capaz de de ser creativa, de encontrar nuevas formas de actuar. En muchas ocasiones se presentan grandes obstáculos para hacer el bien. De manera sorprendente nos encontramos que los más bellos y nobles propósitos tienen muchas dificultades para llevarlos a cabo. La estulticia humana, la envidia, la ignorancia o simplemente la desgana de algunas personas son trabas importantes para muy grandes y generosos proyectos. En esas circunstancias, un alma verdaderamente generosa deberá sacar fuerzas extraordinarias para no rendirse, no claudicar ante los inconvenientes y ser suficientemente imaginativo para superar las dificultades. Hacer el bien no es gratuito.
Una actuación generosa también tiene en consideración a la nobleza, a la actuación sin hipocresía, sin dobleces. En la persona generosa no cabe la pose ni la especulación, un carácter magnánimo valora al ser humano por lo que es sin esperar recompensas futuras.
La generosidad conmueve al ser humano; por eso los verdaderos actos de generosidad son admirados en todas las culturas. Siempre se ha alabado a aquél que está dispuesto a sacrificar su propio beneficio por el de los demás. En cualquier época y lugar los actos generosos son respetados y admirados.
Hoy día, en el que se rinde pleitesía al individualismo y a conseguir unos logros personales a cualquier costa, se necesitan aún más corazones generosos que estén dispuestos a luchar por el bien común, entender que somos para darnos, que la verdadera felicidad está en la entrega, que “hay más  provecho en dar, que en recibir”.
Pues bien, como la sociedad parece que ofrece otras alternativas más interesantes que la entrega, el sacrificio y el esfuerzo por el otro, debemos prestar atención especial en cultivar el valor de la generosidad, que como todos los valores, debe ser aprehendido y puesto en práctica desde la más tierna infancia.
Otra acepción de generoso es abundante, amplio. La vida humana es breve, en un abrir y cerrar de ojos pasan años y, cuando nos queremos acordar, el crepúsculo de nuestra existencia se nos presenta con un aspecto atroz: no hay marcha atrás para el tiempo perdido. En ese momento, es triste pensar que nuestra vida no ha dado un fruto abundante, amplio, sino por el contrario, nos hemos quedado ensimismados en nuestro egoísmo, nuestros miedos y las muchas miserias que rodean  al ser humano.
Un vida en abundancia sólo se presenta desde la generosidad, desde la entrega hacia los demás y, todos lo hemos vivido en nuestras carnes, la satisfacción de ayudar al otro es lo que plenifica al ser humano. Si bien se menciona muchas veces la palabra solidaridad, en la práctica se ejercita menos de lo deseable.
La solidaridad siempre va acompañada de la actitud generosa, nos impulsa a actuar  en unión, a proponer ser logros colectivos que serían imposibles de otro modo. Ser solidarios significa ponerse en el lugar del otro, reconociendo como propias las causas, intereses y responsabilidades ajenos. Implica también una actuación  desinteresada  y  oportuna, expresando un alto grado de integración, estabilidad interna, adhesión ilimitada y  total  a  una  causa,  situación  o  circunstancia,  lo  que  implica  asumir  y compartir por ella beneficios y riesgos.. Un corazón generoso y solidario se alegra tanto del bien ajeno como del propio, y le duele el dolor ajeno como si el lo sufriese.
A través de la generosidad el hombre se va deshaciendo del egoísmo connatural a él; va  fortaleciendo sus lazos con la familia, los amigos y el mundo; se olvida de su comodidad y comienza a preocuparse más por servir que por ser servido. La naturaleza del hombre le lleva a dominar, a buscar los primeros puestos, la gloria, el reconocimiento social, el dinero. La generosidad del corazón ilumina la mente para descubrir que la verdadera felicidad `pasa por otros caminos.
Se dice con razón que la generosidad engrandece a quién la prodiga y le da plena conciencia de aprecio al que la recibe, se produce un movimiento de ida y vuelta que se presenta siempre en la vivencia de los verdaderos valores. Si queremos una sociedad más justa, en la que brille la paz y el perdón, preocupémonos con verdadero empeño educar en la generosidad a nuestros jóvenes.


La gratitud es el sentimiento que nos obliga a estimar el beneficio o favor que se nos ha hecho o ha querido hacer, y a corresponder a él de alguna manera. El refranero nos señala que “de bien nacidos es ser agradecido”. La sabiduría popular estima como un bien el agradecimiento. Desgraciadamente, son muchas las  oportunidades en las que nos olvidamos o no tenemos el cuenta el favor recibido, con frecuencia no apreciamos las cosas importantes que tenemos, la entrega de los demás, y nos comportamos como si tuviéramos un derecho a todos esos beneficios o ventajas.
Es curioso observar que la gratitud se desarrolla más en aquellas personas que sufren, que les cuesta conseguir ciertos logros que otros tienen desde la cuna y sin ningún esfuerzo. Parece que la naturaleza equilibra los bienes que unos obtienen o poseen sin esfuerzo con la capacidad de valorar lo que se tiene o reconocer que necesitamos a los otros.

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«La gratitud es la memoria del corazón»

Anónimo

La gratitud es el sentimiento que nos obliga a estimar el beneficio o favor que se nos ha hecho o ha querido hacer, y a corresponder a él de alguna manera. El refranero nos señala que “de bien nacidos es ser agradecido”. La sabiduría popular estima como un bien el agradecimiento. Desgraciadamente, son muchas las  oportunidades en las que nos olvidamos o no tenemos el cuenta el favor recibido, con frecuencia no apreciamos las cosas importantes que tenemos, la entrega de los demás, y nos comportamos como si tuviéramos un derecho a todos esos beneficios o ventajas.
Es curioso observar que la gratitud se desarrolla más en aquellas personas que sufren, que les cuesta conseguir ciertos logros que otros tienen desde la cuna y sin ningún esfuerzo. Parece que la naturaleza equilibra los bienes que unos obtienen o poseen sin esfuerzo con la capacidad de valorar lo que se tiene o reconocer que necesitamos a los otros.
Con ironía decía Mark Twain que, “recogéis a un perro que anda muerto de hambre, lo engordais y no os morderá. Esa es la diferencia más notable entre un perro y un hombre”. De los beneficios obtenidos, lamentablemente, el hombre tiende a olvidarse rápidamente. Además, está muy arraigada en el corazón del hombre la idea de que sus éxitos son mérito suyo, y las desgracias provienen de la acción de los demás. Por otra parte, la sociedad actual tiende a remarcar los derechos que tenemos, exagerando en muchos casos los mismos o ampliándolos hasta extremos ridículos, pero se hace poco hincapié en los deberes, y uno de los deberes más importantes es la gratitud hacia todos aquellos que nos hayan podido hacer un bien.
Esta actitud de agradecimiento no sólo engrandece al que obtiene el justo premio de su recompensa por ayudar al otro (aunque sea moral), sino que a quién más favorece es a la persona agradecida, porque la educa, la moldea, de alguna manera le prepara el corazón para una vida más intensa, más valiosa.
La gratitud nos aproxima a otros tres valores fundamentales: la humildad, la verdad y la justicia. A la humildad porque nos hace ver lo necesitados que estamos de los otros, a reconocer nuestra pequeñez. A la verdad para entender y aceptar una realidad que muchas veces es dolorosa. Y a la justicia porque nos ayuda a dar a cada uno lo suyo, a devolver amor con amor. Y todos nacemos de un acto de amor, nos criamos entre actos de amor y debemos prepararnos para la muerte envueltos de amor. Con razón decía San Juan de la Cruz que “en la caída de la tarde seremos juzgados en el amor”.
La gratitud cuando es sincera se manifiesta exteriormente; es una explosión de alegría por el favor recibido, no es sólo una concepción intelectual que el sujeto reconoce, es sobre todo una demostración de aprecio que se manifiesta hacia el otro. Por eso el agradecimiento que se queda sólo en palabras es una teoría vana que a nada conduce. No es bueno para el supuesto agradecido y una injusticia para el que obró el bien sin percibir su justo premio.
El ejercicio de la gratitud necesita de los demás, no es un sentimiento unilateral o que quede exclusivamente en la esfera íntima del sujeto. Necesita darse, entregarse al otro, y no sólo sirve a los directamente implicados; observar gestos de gratitud edifica a la sociedad.
Vivimos envueltos en acontecimientos dolorosos, muchas veces dramáticos, guerras, odios, delitos, inmoralidades, asolan a diario nuestros pueblos. Resaltar las cosas buenas y el agradecimiento de los hombres mitiga las calamidades y nos permite tener esperanza para el futuro.
Un ejemplo del valor terapéutico de la gratitud lo podemos observar fácilmente en nuestro comportamiento diario. Cuando pensamos positivamente en otros, cuando vemos buenos ejemplos; cuando aprobamos conductas llenas de entrega y generosidad, en esos momentos,  tenemos una sensación de paz, de armonía y tranquilidad de espíritu que nos sosiega y satisface. En cambio, cuando lo que vemos es sombrío, cuando nuestro corazón se llena de rencor, de murmuraciones y reproches, la tensión acumulada nos lleva en muchas ocasiones a la enfermedad.
En esta sociedad de los avances tecnológicos en la medicina y los descubrimientos farmacológicos, nos encontramos con más enfermedades mentales y mayor trabajo para psiquiatras y psicólogos que en cualquier otra época. Si fuésemos más perceptivos de las muchas cosas positivas que nos rodean, si no empeñáramos con ahínco en devolver el bien con otro bien superior, muy probablemente, tendríamos una sociedad más sana, menos neurótica, con un sentido del humor y un sentido común aplicado a todas las cosas.
La realidad del futuro se construye con las acciones presentes, el porvenir de nuestros hijos depende de nuestros actos, el materialismo, el hedonismo, el egoísmo que nos acecha a todas horas, en todos los ámbitos, necesita ser atacado de raíz con valores que eduquen verdaderamente a los jóvenes. Reconocer la necesidad de los otros, alegrarse de sus logros como si fueran propios, abstraerse aunque fuese por momentos de nuestros intereses para volcarnos hacia los demás no por nuestra bondad sino como acto de justicia, supone ir preparando el corazón del hombre para el cambio social que todos reclamamos: una tierra más justa y humana.

ACTOS DE GRATITUD EN EL FÚTBOL

1.- Reconocer el interés y el esfuerzo del Club y los entrenadores en nuestra formación.
2.- Reconocer el esfuerzo de nuestros compañeros por el bien común.
3.- Reconocer la necesidad que tenemos de los otros para nuestra colaboración con el bien común. Solos no podemos hacer nada.
4.- Nuestros padres nos ayudan para que podamos divertirnos. Nos ayudan en la alimentación, la vestimenta, la educación, el ocio.
5.- Necesitamos al adversario porque si no ¿con quién jugaríamos?
6.- Necesitamos al árbitro.
7.- Necesitamos a la Federación.
8.- Necesitamos a los que cuidan los campos y los vestuarios.

La humildad es  la “virtud que consiste en el conocimiento de las propias limitaciones y debilidades, y en obrar de acuerdo con este conocimiento”. Es virtud imprescindible para acometer cualquier tarea relevante. No deben aparecer como elementos contradictorios la humildad y las grandes obras. Es más, nunca se podrán conseguir grandes logros desde la vanidad, desde el desconocimiento de nuestras imperfecciones y miserias. Las grandes gestas, son grandes precisamente por haberlas desarrollado hombres pequeños, imperfectos, restringidos, pero que movidos por el conocimiento de sus propias limitaciones, por estar pegados a la tierra y ver la realidad tal como es, han superado estas taras por la ilusión con la que enfocaban sus ideales,  adoptando las medidas adecuadas para lograr sus objetivos.

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«Lo que más se necesita para aprender, es un espíritu humilde.»

Confucio

En vocablo humildad proviene del latín humilitas,  -âtis, y tiene una relación directa con humus, tierra. Se puede decir que es humilde aquél que tiene los pies sobre la tierra, que es capaz de ver en profundidad lo que él es, lo que son las cosas que le rodean y valorarlas en su justa medida. La verdadera humildad radica en entender con claridad nuestra importancia, la de los demás y estimar adecuadamente todo lo que nos rodea.
La primera acepción del Diccionario de la RAE de humildad es  la  de “ virtud que consiste en el conocimiento de las propias limitaciones y debilidades y en obrar de acuerdo con este conocimiento”. Esta aproximación a la humildad nos puede llevar a la idea de que el humilde es aquél que se desprecia e infravalora todo lo que hace. Si bien reconocer nuestra pequeñez es un acercamiento a la verdad y a la cordura,  no conviene exagerar en el aspecto negativo de la completa negación de uno mismo.
La humildad, virtud imprescindible para acometer cualquier tarea relevante, implica tener en consideración tres aspectos:
En primer lugar, la imprescindible tarea de un conocimiento propio profundo.
En esta época de la información, en la que disponemos de medios veloces y eficaces par conocer múltiples realidades con todos los detalles, el hombre se encuentra muchas veces desorientado porque ignora lo más importante: ¿quién soy yo?
Si queremos crecer en el ámbito de la humildad lo primero que debemos responder es quiénes somos nosotros, cuál es nuestro objetivo, a dónde queremos dirigirnos, qué medios tenemos para culminar nuestra empresa con éxito. Se dice con acierto que “nadie llega a buen puerto si no sabe dónde va”. Esto sirve para una empresa, una familia o un equipo de fútbol. No se puede construir nada prescindiendo de la realidad que nos rodea, y dentro de esta realidad estamos nosotros con nuestras debilidades y virtudes..
En segundo lugar, el conocimiento profundo de lo que somos puede llevarnos al desasosiego, a la pérdida de ilusión al ver nuestros defectos, nuestras imperfecciones. En ese momento, debemos tener presente un aspecto crucial para poder seguir avanzando: la aceptación de nuestra pobreza de una manera natural.
No es fácil aceptar nuestras limitaciones sin caer en el desánimo. Por eso, muchas veces optamos por echar las culpas de los fracasos a otros. En vez de centrar nuestra atención en mejorar nuestro comportamiento, nos preocupamos por resaltar los defectos ajenos. En los juegos de equipo o cuando hay responsabilidades compartidas, la actitud más frecuente es la de echarle la culpa al otro, parece que esto nos calma. En realidad, la humildad nos debe ayudar a centrarnos en nuestra tarea, reconociendo nuestra debilidad y potenciando nuestras virtudes. La humildad verdadera siempre va acompañada por la verdad. El ser humano es pobre y débil, expuesto a todas las miserias humanas, pero también puede ser generoso y lograr proezas como lo ha hecho a lo largo de la historia de humanidad. La humildad no significa no poder reconocer nuestros méritos, la clave es relativizar estos logros, estar casi tan contento con los méritos ajenos como con los propios.

Finalmente, la humildad para ser fecunda necesita la inteligencia para obrar con ese conocimiento. Si bien debemos partir de nuestra pobreza, y aceptar casi con alegría nuestras limitaciones, la única manera de llegar a una meta que sea positiva para nosotros y los demás es superar todos las realidades negativas que nos rodean y lanzarnos a la aventura de grandes ideales. Comentaba Eleanor Roosevelt que “el futuro pertenece a quienes creen en la belleza de sus sueños”.
La posibilidad de conseguir grandes cosas para el individuo y la sociedad radica en la combinación de dos elementos insustituibles: la inteligencia para elegir los elementos más apropiados para el fin buscado, y la ilusión empleada para conseguir el objetivo.
No deben aparecer como elementos contradictorios la humildad y las grandes obras. Es más, nunca se podrán conseguir grandes logros desde la vanidad, desde el desconocimiento de nuestras imperfecciones y miserias. Las grandes gestas son grandes precisamente por haberlas desarrollado hombres pequeños, imperfectos, limitados pero que, movidos por el conocimiento de sus propias limitaciones, por estar pegados a la tierra y ver la realidad tal como es, han superado estas taras por la ilusión con la que enfocaban sus ideales y adoptaron las medidas adecuadas para lograr sus objetivos.
La humildad está emparentada muy profundamente con la inteligencia y la verdad. Por un lado reconoce la realidad tal cómo es; por otra parte, escoge los medios más adecuados para cambiar las cosas que se pueden cambiar y aceptar de buen grado las realidades más ingratas que no se pueden modificar, al menos en el tiempo presente.
Toda tarea humana para tener éxito debe partir la humildad, del hecho de tener los pies sobre la tierra, de conocer todas las circunstancias que confluyen en la cuestión, de analizar convenientemente los valores en juego, de utilizar convenientemente las fortalezas y corregir las debilidades en la medida de lo posible. Este razonamiento sirve, para una empresa, un Ayuntamiento, una familia o un equipo de fútbol. En todos estos supuestos, una actitud humilde nos acercará al éxito, la vanagloria sólo nos arrastrará a la hecatombre porque como sabiamente se decía desde la época del Imperio romano “sic transit gloria mundi”, o lo que es lo mismo “así pasa la gloria de este mundo”, es decir: muy efímeramente.

Desde la Antigua Roma, se entiende por justicia dar a cada uno lo suyo. Desde eminentes juristas, Emperadores o el pueblo vulgar, consideraban que lo justo era darle a cada persona lo que le correspondieses. En la actualidad, en muchas ocasiones, se asimila la justicia en repartir lo mismo para todos.
El igualitarismo que se quiere implantar es nefasto por injusto y contrario a la propia naturaleza. La justicia está más cerca de la discriminación que de la igualdad mal entendida.
En efecto, discriminación proviene del latín “discriminare” que significa diferenciar, distinguir, por este motivo, si queremos ser justos (la propia naturaleza humana nos lleva al ideal de justicia) debemos distinguir lo que damos a cada uno. La justicia comprende, necesariamente , un acto de discernimiento, una actuación de la inteligencia que permite actuar adecuadamente para dar a cada uno lo suyo. Es imposible ser justo si antes no entendemos la posición del otro, si no consideramos adecuadamente la situación que vivimos, si no somos capaces de vislumbrar con certeza los medios a nuestro alcance y la conducta apropiada a las circunstancias. Por este motivo, el primer acto para ser justo es entender la cuestión. La comprensión del tema no es una cuestión sencilla. La capacidad humana es limitada y las circunstancias que nos tocan vivir a lo largo de la vida infinitas. Por eso el ser humano duda tan a menudo, y son más las veces que se debe encoger de hombros que las que puede presumir de conocimiento cierto y actuaciones irreprochables. La dimensión verdadera del hombre es la menesterosidad, no la seguridad.

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La vida está plagada de dificultades. A las limitaciones propias de cada ser humano se agregan las injusticias heredadas, así la ansiada paz y tranquilidad que todos anhelamos se encuentra amenazada permanentemente.
Si bien es cierto que las amenazas externas forman parte del paisaje cotidiano de cualquier ser humano, institución o conjunto, resulta más peligrosa la inquietante circunstancia de estar divido en su interior, de romperse la unidad de la propia persona o la armonía entre los distintos integrantes de un grupo. Una de las acepciones de unidad es la “propiedad de todo ser, en virtud de la cual no puede dividirse sin que su esencia se destruya o altere”. Una persona es un todo orgánico que cambiaría su naturaleza si se le suprimiese alguna de las partes. Las meninas de Velásquez no serían las mismas si se le cambiasen los colores o se agregaran nuevos personajes al cuadro. Un país no es el mismo si se segrega una parte de su territorio, o si un grupo de personas es expulsado del mismo.
La unidad en el hombre plantea otra complejidad, el ser humano es la resultante de diversos elementos constitutivos de la naturaleza humana; así se presentan la carne y el espíritu, imaginación y razón, pasión y voluntad y muchas cuestiones más. Encontrar la unidad de la persona no es tarea sencilla, se necesita esfuerzo, constancia y discernimiento. Además, no es algo que se consiga y dure mucho por sí misma, se requiere una atención permanente pues la vida es sumamente cambiante.

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«Una gran civilización no es conquistada desde fuera hasta que no se ha destruido a sí misma desde dentro”

Will Durant

La vida está plagada de dificultades. A las limitaciones propias de cada ser humano se agregan las injusticias heredadas, así la ansiada paz y tranquilidad que todos anhelamos se encuentra amenazada permanentemente.
Si bien es cierto que las amenazas externas forman parte del paisaje cotidiano de cualquier ser humano, institución o conjunto, resulta más peligrosa la inquietante circunstancia de estar divido en su interior, de romperse la unidad de la propia persona o la armonía entre los distintos integrantes de un grupo. Una de las acepciones de unidad es la “propiedad de todo ser, en virtud de la cual no puede dividirse sin que su esencia se destruya o altere”. Una persona es un todo orgánico que cambiaría su naturaleza si se le suprimiese alguna de las partes. Las meninas de Velásquez no serían las mismas si se le cambiasen los colores o se agregaran nuevos personajes al cuadro. Un país no es el mismo si se segrega una parte de su territorio, o si un grupo de personas es expulsado del mismo.
El ejemplo típico al que se recurre para hablar de unidad es el cuerpo. Y allí nos encontramos que la unidad implica necesariamente el pluralismo. Es precisamente la diversidad de órganos lo que garantiza la unidad, la integridad y el buen funcionamiento del mismo. Este pluralismo debe ser armónico y proporcionado para el buen funcionamiento. Así será igual de importante el hígado y el corazón, aunque cumplan roles diferentes la salud de la persona requiere que su funcionamiento sea adecuado para conseguir el fin común: la conservación, la armonía, la expansión y la realización del cuerpo.
Si llevamos el ejemplo a una organización, a una empresa o a un equipo de fútbol las conclusiones son las mismas. El buen funcionamiento del grupo depende de la actividad y contribución de cada miembro, de cada persona.
Es importante distinguir entre la pluralidad numérica y la pluralidad cualitativa, ya que son muy distintas. La pluralidad se da por ejemplo en los granos de arena de la playa. Todos iguales, reemplazar unos por otros no cambia la esencia de la misma.
En las cosas podemos observar este tipo de pluralidad. Si incluimos a las personas en nuestro estudio, encontramos siempre una pluralidad cualitativa. En este supuesto, una persona no puede ser reemplazada sin más por otra, así como el órgano de una persona no puede ser cambiado sin más por otro. Por lo general el cuerpo se resiente y sólo en casos límites se aconseja su reemplazo.
La unidad en el hombre plantea otra complejidad, el ser humano es la resultante de diversos elementos constitutivos de la naturaleza humana; así se presentan la carne y el espíritu, imaginación y razón, pasión y voluntad y muchas cuestiones más. Encontrar la unidad de la persona no es tarea sencilla, se necesita esfuerzo, constancia y discernimiento. Además, no es algo que se consiga y dure mucho por sí misma, se requiere una atención permanente pues la vida es sumamente cambiante.
Si lo que pretendemos es la unidad de un grupo humano la complejidad no disminuye sino aumenta. En efecto, a la variedad de caracteres, temperamentos, historias personales y otras diferencias, se suma que deben aunarse todas estas personas en aras del bien común, siendo así, ¿cómo respetar las diferencias sin comprometer la unidad?, ¿cómo conseguir la unidad sin anular las diferencias y, por ende a las personas?
La solución a estos interrogantes no es sencilla. Se corre el riesgo de caer en dos errores. El primero, es eliminar las diferencias para buscar la unidad. Esta salida puede ahogar la iniciativa personal. Puede llevar a un totalitarismo en el que los que mandan deciden en cada momento lo que está bien  y lo que no. En estos casos, es fácil predecir la hecatombe; en cuanto cese la opresión (sucederá más tarde o más temprano), la armonía saltará por los aires por el encono y el resentimiento que provoca la anulación de la persona.
El segundo error es conceder una libertad absoluta a cualquier pensamiento, a cualquier conducta, a todas las creencias, a “respetar” por igual las opiniones más peregrinas en beneficio de una unidad en la que nadie se sienta molesto y cualquiera haga lo que le parece. En una situación así, el caos está asegurado, y vendrá más pronto que tarde.
La unidad no se consigue por romper todas las normas, o mejor aún, por no tener normas para que nadie se moleste y cualquiera se pueda integrar. La igualdad forzada sólo puede lograr que los “aparentemente iguales” se aborrezcan; es una cuestión de tiempo.
La verdadera unidad no elimina las diferencias, permite la complementariedad porque pretende la armonía, no sojuzga porque el individuo observa que se le valora cómo es, que puede aportar desde su realidad, sin forzarse a cambiar, asumiendo su debilidad.
El cuerpo no puede rechazar a los órganos y los órganos no pueden prescindir la pertenencia a un cuerpo. Así las cosas, la pluralidad de miembros de un colectivo debe hacerse siguiendo los criterios inmutables de lo verdadero, lo bello y lo bueno.
La diversidad es en sí mismo indiferente, puede ser positiva o negativa. Es buena en la medida en que enriquece al individuo, que contribuye a la expansión del espíritu y del alma, en cuanto ofrece elementos para su realización personal, para su crecimiento y cumplimiento de sus fines. La diversidad de vivencias enriquece a las personas. Será negativa en cuanto le aleje de su destino, le dificulte el cumplimiento de sus obligaciones y le disperse a la persona de lo esencial
La diversidad de personas es positiva en la medida que enriquece a los grupos y facilita sus objetivos, que permite relaciones fecundas, intercambios positivos. Pero será perniciosa cuando quede al arbitrio de los caprichos, cuando el sinsentido gobierne la actuación de sus miembros, cuando no se distinga el bien del mal, cuando una mal entendida tolerancia sea un caldo de cultivo en el que se enseñoree el orgullo y el egoísmo.

No por casualidad comienza Aristóteles su obra Metafísica señalando la vocación que tiene el ser humano: “Todos los hombres tienen naturalmente el deseo de saber. El placer que nos causan las percepciones de nuestros sentidos son una prueba de esta verdad. Nos agradan por sí mismas, independientemente de su utilidad, sobre todo las de la vista. En efecto, no sólo cuando tenemos intención de obrar, sino hasta cuando ningún objeto práctico nos proponemos, preferimos, por decirlo así, el conocimiento visible a todos los demás conocimientos que nos dan los demás sentidos. Y la razón es que la vista, mejor que los otros sentidos, nos da a conocer los objetos, y nos descubre entre ellos gran número de diferencias”.
El hombre actual, en su corta vida, se desvive por alcanzar muchas metas sin tener claro si cuando consiga sus objetivos estos colmarán sus ansias de felicidad. A juzgar por los resultados que se ven a diario, no parece que el punto de mira esté bien situado. La simple observancia de las noticias diarias nos deja la viva impresión de que muchos de los males de nuestra sociedad es que se vive alejado de la verdad, de la realidad. Es más, parece que no hay verdades a las que asirse en épocas de dudas.

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La verdad es lo que es, y sigue siendo verdad aunque se piense al
revés

Antonio Machado

No por casualidad comienza Aristóteles su obra Metafísica señalando la vocación que tiene el ser humano: “Todos los hombres tienen naturalmente el deseo de saber. El placer que nos causan las percepciones de nuestros sentidos son una prueba de esta verdad. Nos agradan por sí mismas, independientemente de su utilidad, sobre todo las de la vista. En efecto, no sólo cuando tenemos intención de obrar, sino hasta cuando ningún objeto práctico nos proponemos, preferimos, por decirlo así, el conocimiento visible a todos los demás conocimientos que nos dan los demás sentidos. Y la razón es que la vista, mejor que los otros sentidos, nos da a conocer los objetos, y nos descubre entre ellos gran número de diferencias”.
El hombre actual, en su corta vida, se desvive por alcanzar muchas metas sin tener claro si cuando consiga sus objetivos estos colmarán sus ansias de felicidad. A juzgar por los resultados que se ven a diario, no parece que el punto de mira esté bien situado. La simple observancia de las noticias diarias nos deja la viva impresión de que muchos de los males de nuestra sociedad es que se vive alejado de la verdad, de la realidad. Es más, parece que no hay verdades a las que asirse en épocas de dudas.
Con su habitual profundidad, Gustave Thibon describe que  el hombre se  “agita febrilmente en la búsqueda de mil cosas que le entretienen, distraen y a veces le desvían de su meta esencial, que no es otra que el encuentro consigo mismo, con Dios y con los demás. Corre ansioso y dedica la mayor parte de su vida y de su tiempo en el logro compulsivo de la fama, del éxito, del placer efímero, del tener y poseer dinero, del encaramarse al  poder y del triunfar como sea.   Su horizonte vital y personal  es más bien difuso, corto y achatado.
No les queda tiempo para lo esencial: la realización de su persona a nivel  humano, espiritual y trascendente. Se quedan anclados en lo material y en dar plena satisfacción a sus instintos primarios (comida, bebida y sexo) sin freno ni compromisos, tal como les dictan los cánones de los medios y de la propaganda”.
Aunque disperso por mil motivos, acrecentados hoy día por los medios de comunicación y sus reclamos masivos, en lo más profundo de todo hombre radica este impulso de conocer, de dar explicación a las cosas, a los acontecimientos, a las vivencias de cada día. Este conocer está íntimamente ligado con la verdad, porque poco interesa conocer cosas que no son verdad, que no se ajustan a la verdad.
Según Santo Tomás, “La verdad es la adecuación de la cosa y el entendimiento”. La verdad equivale a la realidad. No puede existir verdadera educación sin la firme vocación del sujeto por aprehender la realidad. Esta búsqueda de la verdad requiere tres actitudes fundamentales.

1.- Tener la firme voluntad de conocer la realidad
Aunque en principio el ser humano busca conocer, en muchas ocasiones no existe la firme voluntad de llegar a conocer con exactitud una determinada realidad. A veces la búsqueda de la verdad tiene diferentes trabas, cuesta encontrarla a primera vista, se necesita un esfuerzo extra, o, a veces, una valentía para descubrir circunstancias que son reales pero no nos agradan.
Una de las características de nuestro tiempo es la superficialidad, que envuelve todos los análisis; cuestiones complejas son resueltas con tópicos, lugares comunes establecidos por la ideología o el partido dominante se repiten machaconamente permitiendo al sujeto la “ventaja de no pensar”, ya que otros han pensado por mi. Esta ilusión vana tiene consecuencias desastrosas en lo personal y en lo social.
No se puede crecer como persona desde la mentira, desde el engaño y la ocultación de la realidad. Entrenar el intelecto para descubrir la realidad es una de las tareas básicas de la educación. Por otra parte, la dignidad del hombre dotado de razón y voluntad  le  impulsa, por su misma naturaleza, a buscar la verdad y, además, tienen la obligación moral de hacerlo.

2.- Utilizar el método adecuado para descubrir la verdad de las diferentes realidades
A veces se duda de la verdad por las dificultades que existen en encontrar una verdad indubitada, segura y aceptable para todo el mundo. La verdad no es una cuestión de mayorías. La verdad es un reflejo de la realidad teniendo en cuenta que las realidades son distintas y requieren un método adecuado para conocerlas.
Es un error muy frecuente confundir el método decuado para conseguir un objetivo del propio objetivo. El método es el camino para conseguir el resultado. Si elegimos mal el camino el resultado no puede ser correcto. Si estamos en Madrid y queremos llegar a La Coruña debemos escoger el camino adecuado, si en vez de ir al norte nos dirimos al sur nunca llegaremos a La Coruña, lo que no significa que ésta exista y que pueda ser bueno para nosotros encontrarla. El mismo razonamiento sirve para todos los casos, la búsqueda de la verdad requiere la utilización del método adecuado.

3.- Aceptación serena de esa realidad descubierta
En muchas ocasiones la realidad es distinta a nuestros planes, nuestras espectativas o nuestras creencias poco fundadas. En esos casos, no debemos quedarnos en nuestra comodidad o miedo. Se requiere valentía para aceptar que las cosas no son como nosotros queremos, que la realidad no se deja acomodar a nuestros intereses.
Existe un enorme paralelismo entre libertad y verdad. El hombre anhela ser libre y vivir en la verdad. Sin ambargo, se logran estos dos objetivos esenciales después de un gran esfuerzo. Las prisiones que todos tenemos son variadas y provienen de diferentes ámbitos: unas veces son limitaciones personales con las que nacemos y arrastramos toda la vida, otras son circunstacias del país, de la ciudad, del círculo familiar o de amigos. A veces es el destino o la suerte  que nos arrastran a realidades que nos sobrepasan. Con razón decía Krishnamurti que “todos somos personas de segunda mano”.
Pues bien, liberarnos de todas las ataduras que nos rodean, tratar de vivir la verdad en nuestra vida, en nuestro trabajo, en las actiuvidades de ocio requieren un trabajo extra para la inteligencia y la voluntad, en algunos casos las circunstancias “obligan” a llegar a los extremos: la iluminación por el discernimiento y la santidad por la entrega a la verdad.